martes, 2 de julio de 2013

Un Algo o3 - Primera parte

No escribo esto por voluntad propia, y eso quiero dejarlo en claro desde el principio. La sola idea de tener que presentarle a alguien mi vida con puntos y comas me resulta tan desagradable como perturbadora. Además de que no me considero bueno para todo lo que tenga que ver con la memoria; hay demasiadas lagunas en mi cabeza que hacen que duela si intento quitar las barreras.
Hace una semana que estoy yendo al psicólogo. No por gusto propio, al igual que lo que aquí escribo, sino porque mis padres lo creyeron conveniente para mi "salud mental". Pero no es porque esté loco, aunque lo más razonable sería estarlo. No, tal vez un poco desequilibrado emocionalmente, en shock, deprimido, pero no loco. O al menos eso creo yo.
La psicóloga acaba de decirme que no se trata de que yo esté loco o no, sino de que tenga algún soporte emocional fuera de la familia, alguien con quien hablar y que no se me juzgará por nada que diga o escriba. Quiero creerle. Y tal vez de eso se trate todo: el creer.
No sé cómo empezar mi historia, no soy bueno en esto y temo aburrir antes de poder contar algo. No puedo evitarlo, he sido muy inseguro desde que tengo memoria y eso ha influido en muchos aspectos de mi vida.
Empezaré por revelar el motivo por el cual me encuentro sentado en un pequeño sofá verde, día por medio, siendo escuchado por una mujer que escogió una de las profesiones más estresantes: Mi hermana ha sido asesinada.
Tenía ocho años, los mismos que tenía yo cuando ella nació, pero con más inocencia y cariño del que yo tuve. Fue la primera y última niña que nació en los ocho años que pasaron mis padres entre tantos abortos espontáneos. Eso, a lo que además se le suma que mi padre siempre ha deseado tener una niña que pudiera ser la luz de sus ojos y mi madre a alguien para formar a su imagen, se resume en que, cuando ella nació, yo pasé a ser como el primo lejano que se hospeda en casa porque sus padres han muerto y no tiene más familia.
La primera vez que la vi quedé maravillado, en parte porque nunca había visto a un bebé, y porque su aspecto diminuto y frágil despertó en mí un instinto protector que supongo debemos llevar todos y sólo se despierta cuando tienes a alguien a quien proteger. Recuerdo que mi madre no me dejó alzarla en brazos, aunque yo era más que capaz de sostenerla con firmeza y no dejarla caer, pero ni ella ni nadie le harían verdadero caso a un niño de ocho años. Era hermosa, siempre lo fue, pero ahí fue el comienzo. Ahí fue cuando me enamoré de ella. Catherine, la dulce niña que se adueñó de mi corazón y mi alma.
La segunda vez que la vi, dos semanas después cuando mamá volvió a casa, la odié. La odié con todas mis fuerzas porque sentía que me había arrebatado lo poco que tenía. Mi habitación, (mi madre alegaba que era la que estaba más cerca a la habitación de ellos y que yo estaría bien en el desván y que, si quería demostrar que ya era grande, aceptaría que mi hermana necesitaba más el lugar que yo), la atención, el cariño, mis padres... Pero pese a todo lo resentido que estaba con ella por haberme arrebatado todo lo bueno que poseía, no podía quitarme de la cabeza aquella emoción que me embargaba cada vez que pensaba en ella.
Fueron tres años los que me pasé demostrando cuanto aborrecía su existencia y adorándola a escondidas, sin perderme ninguno de sus progresos al crecer ni sus cambios corporales, como aquella manchita roja que salió en su brazo y tuvo a toda la familia preocupada, hasta al fin se descubrió que sólo era una marca de nacimiento que crecía con ella. Muchos años después alguien me dijo que aquella manchita insignificante era un recordatorio de una deuda de vida pasada, que podría cobrarse en cualquier momento. Ha dejado de causarme gracia hace más de un mes, cuando la mataron.
El día en que Cat ingresó al jardín de infantes fue el día en que tuve que dejar de fingir que no estaba fascinado por ella. El verla con su traje de la escuela fue casi demasiado para mis once años, que no pude resistirme a observarla la media hora que mi madre se tomó en peinar su cabello. Mi madre me vio, evidentemente, y desde entonces no ha dejado de mirarme de esa forma, como si yo fuera hijo de algún pervertido y se esperase de mí que también lo fuera.
Varias veces me he planteado la idea de no ser su hijo, ya que no me trataban como tal; pero es imposible negar el parecido que tengo con mi padre, al igual que Cat. Mi padre es bien parecido, sin exagerar, sólo bien parecido. De ojos azules, tez clara y cabello oscuro y ondulado; Cat y yo heredamos sus rasgos finos, el color de sus ojos y la altura. En cambio, mamá es todo lo opuesto a él, bajita, rubia, de tez morena y ojos verdes. Hermosa, pero ni Cat ni yo hemos heredado nada de su físico.
Pero volviendo a la historia, desde que Cat entró al jardín de infantes y yo a mi último año de la primaria, fuimos inseparables. Era notorio que ella me amaba también y que no se había dejado amedrentar por ninguna de mis pullas de los años anteriores, aunque fuese muy pequeña para entenderlas.
Pero, aunque mi vida esté llena de recuerdos y momentos felices con Cat, no es allí cuando comienza el problema, sino hace un año cuando una desconocida se apareció a la salida de la escuela. Y lo recuerdo como si hubiese sido ayer.

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